jueves, 21 de abril de 2011

El Abuelo


La interminable y dura vigilia nos tenía a todos agotados, pero mucho más a los tíos que debían ir a trabajar después de pasar la noche en vela, casi al amanecer, luego volvían cuando se acercaba la tarde. A pesar de la desgracia, los primos y yo habíamos corrido con suerte y estábamos pasando juntos las vacaciones en la Casona donde había mucho por descubrir.

El abuelo Humberto agonizaba lentamente y con períodos lúcidos que todos esperábamos con ansiedad, para luego comentar de boca en boca y transformar una simple frase suya, en una historia con tintes de misterio. Yo también me llamo Humberto, pero me faltaba mucho para agonizar y todo eso que sufren los mayores, apenas tenía doce años en ese entonces y de momento prefería jugar.

Lo que me causaba más extrañeza, es que él no había querido abandonar la hamaca donde había dormido durante los últimos años, justo desde que la abuela murió. Sus huesitos delgados se retorcían con formas grotescas dentro de aquella malla tejida que lo envolvía como a un gusano dentro de su capullo.

El tío Ambrosio era el mayor y el que ponía la cara más triste, la tía Catalina era su esposa y eran tan viejos que parecían hermanos del abuelo, pero eso, nadie se lo podía decir. Ellos trabajaban juntos en el sembradío y siempre habían vivido con el abuelo. Luego seguía la tía Angelina, yo creo que ella nunca dormía, siempre estaba de pie en la cocina, atareada preparando alimentos para saciar el hambre de quienes nos habíamos reunido a esperar que el abuelo pasara a mejor vida, esta expresión la escuchábamos de los mayores desde hacía más de un mes . Luego siguiendo el orden cronológico le correspondía el turno a mi padre, me da vergüenza decirlo pero parecía harto de tan larga espera, él se sentaba en la terracita y cuando se sentía muy entumecido se levantaba a preguntar si todo seguía igual.

El cuarto donde colgaba la hamaca del abuelo era muy amplio, en el frente había un armario enorme de madera oscura que guardaba muchos misterios y que nunca nos dejaron mirar, aunque una vez delante de mí, la tía Catalina lo abrió y sacó una caja de fotografías con gente muy rara de color sepia, que nos fue presentando a los primos y a mí como de la familia, diciéndonos sus nombres y breves fragmentos de la historia de cada uno.

También había una cama grande con el colchón hundido en el centro, arrimada a la pared, el abuelo no quería acostarse allí por nada del mundo, nunca nadie había logrado convencerlo.

Como cada tarde a eso de las cinco, debíamos estar bañados y bien peinados haciendo una fila en la puerta de la habitación, todos lo hacíamos rápidamente pues lo mejor venia después de la visita al abuelo, cuando llegaba la hora de la merienda. Pero antes debíamos entrar uno a uno en silencio, besarle la mano y pedirle la bendición, yo confieso que la besaba casi sin rozarla, siempre imaginaba que aquellos huesudos dedos retorcidos me podían atrapar, así conteniendo la respiración salíamos del cuarto y echábamos a correr por los pasillos hasta la cocina donde nos esperaban las azucarada torrijas de tía Angelina.

Ese día mientras me inclinaba a besar al abuelo me di cuenta que tía Catalina estaba colocando unas sabanas nuevas que le había llevado una vecina, algo raro debía suceder, así que después de asegurar mi merienda y tomarme un vaso de papelón con limón, volví sobre mis pasos y me asomé cautelosamente a ver que ocurría.

Estaban reunidos mis tíos y mi padre alrededor del abuelo y trataban de levantarlo de forma que no se les doblara entre las manos. Desde mi rincón miraba sin ser descubierto con la certeza de que eso cambiaría el curso de las cosas. Efectivamente lograron levantarlo y llevarlo hasta el lecho, el abuelo se quejaba, los insultaba y maldecía, ellos trataban de calmarlo y él seguía demostrando su enojo de abuelo moribundo.

Una vez que lograron depositarlo en la cama, el abuelo lanzó un gemido espeluznante que se escuchó en toda la casa, las paredes se estremecieron, todos corrían desde todas partes alarmados, hasta donde el abuelo con su último esfuerzo, acostado en el lecho pudo terminar de morir.

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